Por qué lo hacemos

Por qués, o porqueses, o como se diga.

Al concluir cualquiera de nuestros conciertos, suele ser habitual que se acerque el público a regalarnos el abrazo y la palabra de amor que nos hace seguir en esto. También se acerca mucha gente a preguntar. Sobre todo preguntan por qué. Por qué un grupo de Madrid hace música precisamente de Madrid. Lo preguntan conmocionados. Estupefactos. (Casi siempre) gratamente sorprendidos.

Lo pregunta más que nadie el público procedente de la megalópolis madrileña. Los de fuera, incluso, lo comprenden mejor y con la sonrisa franca asomando en la cara. Aspecto previsible, por otra parte, pues todos los madrileños hemos caminado por su suelo alguna vez  sin percibir su trepidación tectónica. En la inopia de una ciudad donde se inventaron las seguidillas, donde se abrillantó la jota, donde explotó la escuela bolera. Nada más, y nada menos.

Si en lugar de trabajar sobre la base del folclore de Madrid, lo hiciéramos con folclore de Albacete, de Segovia, o de Lugo a nadie absolutamente se le ocurriría preguntar por qué. No haría falta discutir con nosotros en términos metafísicos.

La respuesta, por nuestra parte, es inmediata.

Hacemos esto precisamente para romperle los esquemas a más de uno. Dejarle en estado de shock catatónico. Y sumirle en un desconcierto a través del cual emerja en la más deslumbrante epifanía.

Decirle en alto: «Madrid tiene folclore. Si. Pero, lo mejor de todo es que también es tuyo».

¿Mío? ¿Como va a ser mío?  Al madrileño de a pie le cuesta asumir este axioma. Entra en conflicto con su propio trauma identitario. Es capaz incluso de sentir como suyo el folclore de cualquier otro lugar, menos el que mana a chorros desde  lo más profundo y oscuro de la tierra que pisa. Desde su catacumba insondable.

No nos apasionan nada las banderas, ni los himnos, ni los mapas.

Nos ocurre esto a los madrileños, en general, debido a nuestra privativa esencia.

Los madrileños somos un pueblo apátrida. La encarnación del desarraigo más literario. Pobladores desorientados de ningún lugar. Parias. Ciudadanos del mundo, en el sentido más naif del concepto. Habitantes de la estación orbital internacional. Desconectados de la tierra. En constante ingravidez. De todos sitios, pero al final de ninguno. Somos pero no somos. Una paradoja ontológica de primer orden.

«No, si en realidad, aquí en Madrid, ninguno somos de Madrid«.

Esta frase tan chusca, tan castiza, es la manera en que los madrileños nos quitamos de encima el muerto. Acodados en la barra de una taberna con el suelo regado de servilletas de papel y cabezas de gamba. Una frase muy de cuñado. Cuñadismo nivel 1, código rojo. Es el modoface en que dirimimos la cuestión, evitando enfrentarnos a nuestros propios fantasmas, con bastante socarronería mesetaria, por cierto. Jugueteando con la devastación desde un punto de vista filosófico. No, si en realidad, nosotros no somos nadie. 

Es un adagio que se suelta impunemente. Que trata a todo el mundo como si estuviera de paso.

Un cosmopolitismo tan new age, y tan mal entendido, que solo nos falta que nos quiten el nombre y  todo rastro de nuestra esencia y lo reemplacen por un código de barras tatuado en nuestro antebrazo. Una grotesca oda a la globalización y a la devastadora postmodernidad occidental. Cosas del capitalismo salvaje.

Nosotros también lo creímos. Hubo un tiempo en que lo hicimos.

Porque es un aforismo demoledor que incluso impide la constatación del ser. Que ni come ni deja comer. Algo así, como «Bah, no te molestes en ser nada...». A ver si se te va a ocurrir ser algo. Ser de aquí, por ejemplo…

Efectivamente, ninguno llevamos aquí en Madrid más de dos generaciones. Alguno de nosotros, de hecho, no lleva ni media.  Todos llegamos de fuera en algún momento. Todos. En algún momento cercano lo hicieron nuestros padres. O nuestros abuelos. O nuestros ancestros celulares más remotos, impregnados en el polvo de una lejana estrella, hace millones de años.

Todos venimos de fuera. Créannos.

Los madrileños carecemos muy felizmente de polémicas de pureza racial. Nadie aquí ostenta ocho apellidos madrileños. Vargas, Luján, Arias-Dávila, Zapata, Luzón, Alcocer, Mendoza y Alvarez-Gato. Ya no estamos en el siglo XV. Afortunadamente.

Tampoco estamos ya en los años ochenta del siglo XX, por mucho que algunos se empeñen en resucitar las hombreras. En los ochenta, el 75% de los habitantes de la metropoli no había nacido en ella. Su demografía era el resultado de treinta años de drama, de diáspora. De barriada obrera y lucha vecinal, para que asfaltasen las calles. En el quinto vivía una familia de Zamora; y en el tercero izquierda un matrimonio de Ciudad Real.

Lo que pasa es que han pasado cuarenta años, oiga. ¡Cuarenta años! Nuestros padres no nacieron en Madrid. Nosotros, si. Nuestros hijos, también. Y además, que más da, aunque llevásemos aquí tan solo quince minutos… Nosotros no estamos en Madrid. Nosotros somos de Madrid. Hombre, ya.

Así que, caray, déjennos también SER del sitio en el que nos ha tocado ESTAR.

Y esto implica para nosotros, emocionalmente, sentir (con todos los mecanismos conocidos y desconocidos de la percepción) la tierra que amamos. Que no es otra que la que nos sostiene. Cantar la música que sentimos trepidar aquí debajo. Aquí. Aquí justo bajo nuestros pies.

No, si aquí en Madrid, ninguno SOMOS de Madrid. 

No, hombre, no. No me sea así. Déjennos al menos sentirla nuestra. Déjennos también hacérsela sentir suya. Vengan de donde vengan. Que ahí no vamos a entrar. Las emociones ni se pueden embridar ni se pueden medir. Cada uno se siente de donde le da la gana. Estaría bueno y faltaría más. Hay gente que se siente de Segovia, porque sus padre nacieron allí. Porque de pequeños pasaban los veranos en el pueblo. Claro que sí. También hay gente que se siente de Ulán Bator. O de Ganímedes. Sin haber estado jamás allí. Y es todo tan legítimo. No queremos desbrozar el camino de esos sentimientos, porque no nos corresponde.

Es solo por una cuestión telúrica. La gente habla, piensa, cocina y canta con la misma longitud de onda con la que vibra la tierra que hollan sus pies. Así que puestos a cantar, no se vayan ustés tan lejos. Que no hace falta.

Al menos, oigan, quédense solo un poquito.

Por eso hacemos esto.

Pero, también, claro, lo hacemos por más cosas.

Poesía. Nada más

¿Es que hay algo más?

Quita, quita …

A nosotros solo nos mueve la poesía.

Y si la belleza emana del interior de la roca inmediata que sentimos a través del tacto,  somos capaces de desenterrarla con nuestras propias uñas. Y eso es hermoso.

En nuestros conciertos por ello, lo que más aparece es el pulso poético. De una u otra manera. Con todos los resortes de lo escénico. Teatro. Teatro. Teatro.

La música es tan solo una herramienta. Un mecanismo accionador.

Nunca antes pusimos trabas formales a lo que hicimos. Ahora tampoco. Incluso menos.

Si nos da la gana arrullamos un canto de Colmenar de Oreja, con el único murmullo de la zambomba. Y el cante pegado a las raíces de la viña, en las vegas del Tajo y el Tajuña.

Si nos da la gana, sobamos una melodía de Robregordo, jugando con sonidos que vienen de lejos, en el espacio y el tiempo. Lo mismo que nosotros,y los que fueron antes que nosotros.

De modo que unas veces nos sale el cante con la claridad del agua que corre por la pila de estaño de una taberna de Lavapiés. Y otras se nos antoja navarra, abulense, alpujarreña, gallega… De todos aquellos lugares de donde alguna vez llegaron nuestros abuelos y padres.

Dicotomías

Cuando al interlocutor de turno, se le pasa el enfado consigo mismo, y asimila los por qués, entonces nos lanza la segunda pregunta. Pero, ¿folclore de Madrid ciudad o de Madrid provincia?

A nosotros esta es una pregunta que nos hace mucha gracia. Nos lo pasamos muy bien con ella.

Porque es como si a alguien de Castellón le preguntaran: pero, ¿folclore de Castellón de la Plana, o de Castellón provincia? 

Como si necesariamente tuviese que existir una distinción taxativa. Hubiese que incluir ambas en compartimentos estancos. Que no se vean entre si. Que no se hablen Que no se toquen. Que no se oigan.

Como si la ciudad y la provincia fuesen dos territorios huérfanos, totalmente desvinculados. Entidades opuestas. Como si no estuviese comprendida la una dentro de la otra.

Nunca entendimos del todo la dicotomía campo-ciudad en estos términos. Así que ni levantamos  muros, ni cavamos fosos. Acariciamos los matices de cada cosa, su heterogeniedad, el aire, o el estilo de cada comarca, o cada localidad para enamorarnos de él. Pero no para construir empalizadas.

Madrid, capital, tiene (tuvo) su propio folclore lo mismo que lo tuvo el pueblo de Villamanta, o la ciudad de Alcalá de Henares.

En la villa de Madrid se bailaron rondones, jotas y seguidillas, se cantaron mayos, cantos de lavar, romances, y coplillas de la misma manera que sonaron schotis en la pianola de los bailes de la sierra o de la alcarria de Chinchón. ¿No es maravilloso?

Y aunque existen factores exclusivamente campesinos o urbanos en las músicas, puestos a exhumar cadáveres, la diferencia solo radica en el tiempo que hace que dejaron de estar vivos, en cada sitio.

El prejuicio endémico

La tercera cuestión que de vez en cuando nos suelen dejar en el aire es esta.

Pero, ¿la provincia de Madrid tiene folclore? No sabía.

Es el último intento para desestabilizarte. El último morterazo. La última salva para hacerte descabalgar. Morir en el intento en tú estúpida cruzada.

No es nuevo, ni es de ahora. Es un prejuicio antiguo. Ya el profesor García Matos, ese que despabiló a unos cuantos con un puñetazo en la mesa, decía en las páginas de su Cancionero  Popular de la Provincia de Madrid:

«Muy común ha venido siendo la creencia de que Madrid y su provincia carecían de un verdadero cancionero popular. Dañoso ha sido este supuesto, pues que, a más de ser infundado y erróneo, por no apoyarse en sólida base que lo confirmara, evitó o coartó, seguramente, y en coyunturas muy propicias, particulares iniciativas y propósitos de búsquedas averiguadoras o de curiosos tanteos del terreno que, de llevarse a ejecución, hubieran tenido satisfacción cumplida, recompensa asaz colmada en el hallazgo cierto y el acopio nutrido de una riqueza folklórica que debió, sin duda, ser grande, según las muestras que nosotros hemos llegado a recoger

Se lamentaba ya el musicólogo placentino en los años 50 de haber llegado tarde. De que gracias a esa corriente de pensamiento predominante, se había evaporado gran parte del tesoro. La alhaja deslumbrante del folclore madrileño.

Hoy, por supuesto, sigue siendo así. Y hubiera podido parecer peor de no haber sido por un solitario y reducido ejército de valientes que en tiempos cercanos registraron los últimos restos del naufragio. Etnomusicólogos,  antropólogos, asociaciones culturales, y particulares que llevaron a cabo una importantísima labor de rescate y divulgación.

El prejuicio, no obstante, continúa vigente. Por varios motivos.

A nosotros se nos ocurren tres.

T.O.C.R.E. (Transtorno Obsesivo Compulsivo de Rompeolas de las Españas)

Si. si. Ese secular coqueteo de la ciudad de Madrid (que intoxica al resto de la provincia) con  la inanidad. Esa obsesión con repensar Madrid como una especie de cajón desastre, sin personalidad propia. Tan noventayochista.

«España en miniatura», que dijera Mesonero Romanos, tan gráficamente. «Remolino de España, rompeolas de las cuarenta y nueve provincias españolas»; tan machadiano, tan rebonico, tan sugerente. «Confusión y regocijo de las Españas», se le ocurrió a Galdós.

Un retablo. Un decorado. El todo y la nada.

Madrid, mixtura, mosaico, collage lisérgico de todas las Españas Una imagen delirante. Todo como muy universalmente español. Tan epiceno, tan genérico. Tan universal. Como los mandos de la tele. Sin esencia propia, sin substancia inherente. Un compendio, un resumen. Una antología burda. El museo del Pueblo Español. La Feria Nacional de la Casa de Campo, de los años sesenta. El pabellón 9 de FITUR, colmado de stands regionales. Un souvenir. Uno de aquellos pequeños televisores en miniatura a través de cuyo visor aparecía en un desfile de diapositivas.

El agujero del donut

Quizá ya conozcan esa extraña cadena de visicitudes que convierten a Madrid en un ente administrativo fútil. Una comunidad autónoma uniprovincial carente de anclaje. Que inhibe un sentimiento de pertenencia o de identificación mayor.

Que deja a la provincia de Madrid (administrativamente) desgajada de Castilla.

En el limbo.

Nosotros lo llamamos Síndrome del Agujero del Donut.

En esta parte de la Via Lactea, de clima furibundo,  que no es continental, ni atlántico, ni mediterráneo, sino tan solo quizás carpetovetónico, la existencia transcurre entre los montes Carpetanos (que nos separan de Castilla la Vieja, la Castilla del Norte) y el rio Tajo, que nos separa de la Castilla del Sur (otrora Castilla la Nueva, a la cual no hace tanto también pertenecimos nosotros).

Quedando nosotros atrapados en un bucle espacio-temporal, que por pura eliminación debe de ser la Castilla del Centro. Aunque en el fondo somos la nada. La nada de “La historia interminable”. La nada de la vacuidad absoluta. La nada como magnitud física. La antimateria.  El límite de (1/x) cuando x tiende a infinito. Un agujero. Un puñetero agujero rodeado de bollo

Un vacío que lleva a que la gente se sorprenda de que exista en su acervo una afinidad con las provincias limítrofes. Cuestión que en última instancia, incita ingenuamente a muchos a descuartizar la provincia impúdicamente, por no entenderla.

Al final, todas las provincias españolas, tan decimonónicas y jacobinas ellas, tienen su particular encuentro con la incongruencia.

Pero es lo que hay.

El hecho de que las lineas que pinta el hombre sobre los mapas para levantar fronteras sean una cosa de locos, no implica que al vacío resultante no se le tenga que hacer ni puñetero caso.

El agujero, el pobre, tan solo, tan huero, tan vacante, no tiene la culpa.

Que si al agujero del donut no le hace caso ninguno de los que viven dentro del bollo que lo rodea, entonces, va a ser que se lo tendremos que hacer nosotros, los que vivimos dentro del agujero.

Pudor

Ese es el tercero de los motivos que se nos antoja.

Es una constante en el manejo y dignificación de las músicas de tradición oral en toda la Península.

Aqui más. Aquí todo siempre más. Ya saben.

En el medio urbano el pudor no existe. Porque no se puede avergonzar uno de lo que no conoce.

Ni avergonzarse, ni enamorarse.

En el medio rural provincial, se muestra con desigual intensidad.

Existen en la provincia de Madrid decenas de manifestaciones de eso que modernamente compone el epígrafe «patrimonio inmaterial», que siguen vivas y coleando. Unas con incierta salud, otras con incierto futuro, y otras con incierto presente.

Otras en cambio, andan por la calle exultantes. Más guapas que nunca. La comunidad vecinal las arropa, las valida y las ensalza.

La cosa va. Aunque va por pueblos.

En la provincia de Madrid, coexisten municipios de casi cuatro millones de habitantes, con otros donde viven apenas diez personas en invierno. El contraste en esta provincia no tiene parangón con ninguna otra. Por eso no enfrentamos a retos singulares. Y el esfuerzo para desplazar el foco de interés, en cada momento, es sobrehumano. Nos movemos entre la luz y la sombra con agilidad. Una sombra, por cierto, muy grande.

Nosotros tres, que vivimos y hemos vivido en el medio rural desde hace tiempo, hemos sido testigos del cambio de paradigma. Ya no es vergonzante destapar la herencia cultural de tradición oral en nuestros pueblos. Hubo un tiempo en que lo fue. Ahora nos enfrentamos a nuevos desafíos.

En el medio rural madrileño existe un interés creciente por lo rural, como concepto genérico.

El reto consiste ahora en que el interés, además, se despierte por lo propio.

Ya no tenemos pudor al cantar una jota. Es cierto.

No vinimos aquí a rescatar, ni a reanimar, ni a custodiar, ni a proteger nada.

Tan solo falta que la jota, además, sea de nuestro pueblo.

Alegato final del condenado

No llegamos hasta aquí con una misión empírea. No andamos en esto por un encargo mesiánico.

Ni a divulgar. Ni a revelar. Ni a clarificar.

Para eso ya están otros. Que lo hacen mejor que nosotros.

No estamos aquí para discutir sobre si esto es así, o es asao. A divagar acerca de lo real y lo irreal..

En el teatro lo real y lo irreal no existen.

Estamos aquí para rebozarnos con la poesía que exhalan todas estas cosas.

Estamos aquí para subirnos a un escenario y provocar la exaltación. La catársis poética.

La glorificación teatral de aquesto que traemos entre manos.

Poco más.

Si lo conseguimos o no, ustedes lo juzgarán.

Con su ayuda, eso sí, todo es posible.

Besos y abrazos.

Les queremos.

-Ursaria-